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Cómo y porqué surge el miedo a volar

Miedo a volar

Cuando surge el miedo a volar, en ocasiones se debe a que se ha tenido un mal vuelo. No obstante, en muchos casos, la dificultad aparece sin ningún motivo aparente. La edad media en la que surge es a los 27 años. La verdad es que muchos de nosotros nos volvemos más ansiosos conforme vamos siendo más adultos y maduros. De adolescentes, cuando nuestros padres nos pedían tener cuidado, ¡pensábamos que eran de otro planeta! Creíamos que las cosas malas siempre ocurrirían a otras personas o en lugares muy lejanos.

Conforme nos vamos haciendo mayores y más sensatos – o cuando algo traumático hace mella en casa –, nos damos cuenta de lo vulnerables que somos y pensamos más a menudo en qué podría ir mal. Buscamos modos de mantener el control y evitamos situaciones que no podemos controlar.

Pero permanecer seguros no es siempre una cuestión simple o fácil de conseguir. Nuestro juicio está coloreado con sentimientos. Las estadísticas señalan que volar es la forma más segura de viajar, pero conducir todavía nos hace sentir más seguros. ¿Por qué? Se debe a cómo trabaja nuestra mente.

Cuando conducimos, a menudo nuestra atención está repartida. Mientras pensamos en otras cosas o mantenemos una conversación, guiamos el coche como si se tratara de un piloto automático. Normalmente salimos con él porque una parte de nuestro cerebro llamada amígdala (nada que ver con las de la garganta) vigila lo que está ocurriendo. Si sucede algo inesperado, esta amígdala libera hormonas de estrés que llaman nuestra atención y nos obligan a concentrarnos en lo que está pasando.

La amígdala cerebral (imagen a la derecha) tiene el tamaño y la forma de una almendra, siendo de ahí de donde toma su nombre: amígdala es la palabra griega para almendra. Aunque esta glándula opera inconscientemente, sentimos los efectos de su actividad. También notamos cómo se incrementan nuestros ritmos cardíaco y respiratorio, pues se trata de una reacción arcaica que nos prepara para correr o luchar. Además, también tiene lugar una acción no tan primitiva: las hormonas de estrés activan la “función ejecutiva”, el nivel más elevado del cerebro en lo que a toma de decisiones se refiere.

La función ejecutiva evalúa la situación: si no existe ninguna amenaza, notifica a la amígdala que baje su ritmo; sin embargo, si se detecta alguna amenaza, las hormonas continúan trabajando y nos mantienen concentrados en el problema. Entonces necesitamos afrontarlo. Si preparamos un plan, en el momento en el que nos decidimos y actuamos, la función ejecutiva notifica a la amígdala que deje de liberar hormonas de estrés.

Actuar es la clave

La acción, que detiene la liberación de las hormonas de estrés, hace que conducir sea concebido como más seguro que volar. Dicho sea de paso, no importa si el plan de acción es excelente o si éste deja que desear: la mera existencia de cualquier plan elimina los sentimientos de ansiedad.

Aunque es más seguro que conducir, volar no permite la posibilidad de frenar la ansiedad, algo que sí permite la acción de conducir. Cuando un ruido o un sobresalto liberan hormonas de estrés, una persona que regula su ansiedad automáticamente se detiene a ver qué está ocurriendo. No obstante, si aparentemente no hay nada malo, se relaja.

¿Cómo se desarrolla esta capacidad para regular la ansiedad automáticamente? Aunque existen diferencias genéticas, se cree que el principal factor es el aprendizaje infantil. Cuando un niño pequeño experimenta ansiedad, si un cuidador está presente continuamente, se encuentra en sintonía con el niño, lo consuela y lo tranquiliza, la ansiedad –incluso a niveles elevados- no llega a ser una amenaza. Con el paso del tiempo, la respuesta receptiva y familiar del cuidador se instala en la mente del niño, lo que le sirve para calmar automática e inconscientemente su ansiedad.

Más adelante, ya como adulto, cuando se siente ansiedad a bordo de un avión y no existe ningún peligro aparente, la persona con regulación intrínseca se relaja. Sin embargo, la persona que regula su inquietud conscientemente necesita algo más. Para él, ansiedad significa peligro. Este problema puede ser solventado únicamente si se descarta el peligro. En caso de que no se pueda demostrar que no hay peligro, vienen a su mente escenas de desastres, lo que se traduce en un aumento en la liberación de hormonas. Al no poder el pasajero actuar de ningún modo, las hormonas se acumulan y dan como resultado elevados niveles de ansiedad, claustrofobia o pánico, por lo que la mejor manera de deshacerse de esto es comprar antidepresivos.

La regulación consciente y deliberada de la ansiedad puede funcionar de un modo satisfactorio en tierra. Una persona capaz de controlar las cosas de un modo ejemplar puede tener éxito en los negocios o en una profesión determinada, pero, en cambio, no durante un vuelo. Excepto, claro está, el piloto, por eso quizá no sorprenda que muchos pilotos sean unos ‘maniáticos del control’.

Fuente: Tom Bunn, para “Me gusta volar -Iberia”, es capitán de vuelo jubilado y terapeuta licenciado especializado en el tratamiento del miedo a volar durante más de treinta años. Es el autor del best-seller sobre miedo a volar ‘SOAR: The Breakthrough Treatment for Fear of Flying’.